Después de una orgásmica tarde entre antiguos damascos,
tafetas, plumas y astracán, mi piel tenía ya ese
estado de exaltación y magia, en donde nada importa, excepto lo que los ojos
ven. Y sólo con eso, era ya una tarde
como pocas.
Y de pronto, al caminar por uno de mis rincones favoritos en
el mundo, el cielo se puso gris y amenazante. Y lo que empezó con pequeñas y
escasas gotas, en un instante se volvió una furiosa tormenta. De ésas cegadoras, que
gritan, que caen al suelo con prisa y se escapan desbocadas.
Había un largo camino por delante en el que sólo los
árboles vigilaban mientras se les escapaban algunas ramas y el granizo atacaba
insistente como si quisiera verme correr. ¿Qué nadie le ha dicho que a las
tormentas se les vive a paso lento?
Hoy fue una de esas tardes tormentosas que sacuden y que
inundan.
Hoy fue una de esas exquisitas tardes que exfolian el alma y
le dan un brillo extra a la mirada.
G.
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