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miércoles, 2 de enero de 2013

Respirar profuno, bien profundo

La primera vez que me volví consciente de lo importante que era cuidar mi cuerpo no fue a causa de la vanidad. Esa primera vez era una niña débil sentada en la orilla de la cama con toda la atención puesta en mi entrecortada respiración. Nunca me había fijado en cuántas partes del cuerpo participaban en uno de los tantos actos reflejos e involuntarios de mi ser.

Ahí estaba, encorvada, deseando que el interior de mi pecho se ampliara lo suficiente para que entrara a la primera todo el aire que estaba intentando capturar con la nariz.

No recuerdo qué hora era, si estaba la televisión prendida o si era día de escuela, pero recuerdo claramente el sonido de mi pecho, el cansancio de mi espalda y la forma en que temblaba toda. Eso, lo que recuerdo, era lo único importante. Como en una película, estaba aislada de todo lo que había a mi alrededor. Fue en ese justo momento en que pensé "qué bonito es respirar normal, la próxima vez que pueda hacerlo, de verdad que lo voy a disfrutar".

Debe ser por eso que disfruto tanto las largas caminatas y todo aquello que al final amerita una profunda y ancha inhalación, de ésas con las que se siente cómo la vida entra por la nariz llenando no sólo los pulmones sino el cuerpo y el alma entera; de ésas que invitan a abrir los brazos, levantar la cara y recibir con una gran sonrisa lo que sea que esté por venir.

¿Cursi? No.  Sólo un poco enfermiza...

G.
Reviviendo los achaques de la infancia.


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